Supongamos que una raza superior a la nuestra invadiera la Tierra , nos juzgara, nos utilizara para cometer experimentos científicos con nuestros niños, extirpándoles el páncreas o la glándula tiroides o les inyectara células cancerosas para ver qué pasa; o sea lo que hicieron los médicos nazis en los campos de concentración con los judíos.
¿Qué diríamos, quien haría caso de nuestros gritos y aullidos, del horror que sufrirían los padres o novios de los sufrientes?
Esto es exactamente lo que pasa en los países avanzados de nuestro planeta con los perros, cobayos, conejos y monos. No sólo en las naciones científicamente más destacadas, también aquí.
Millones de indefensos animales sufren y mueren cada año en hospitales y centros de investigación de todo el mundo y cientos de miles de estos sacrificios se realizan en nuestro país. Diversas especies son envenenadas, infectadas, contagiadas de cáncer y sometidas a cirugía experimental.
La discusión de si estos experimentos son necesarios desde el punto de vista científico demuestra la amoralidad de la ciencia, ajena a principios religiosos o éticos. Esa ciencia que según creían los deslumbrados fanáticos del progreso iba a resolver no sólo los males físicos del hombre sino también los metafísicos.
En este ocaso del siglo XX, animales esclavizados, enjaulados, indefensos e inocentes -como sólo pueden serlo los animales- son atormentados hasta la muerte, lo que revela que el famoso progreso -que ellos escribían con mayúscula- nada tiene que ver con los supremos valores del espíritu humano.
¿No es hora de volver la vista hacia esos pobres seres que San Francisco de Asís consideraba como sus hermanos?